La piedra

La noche comenzó bien y luego se pondría mejor. Sacando el auto, antes de subir dejo mi huella sobre el aún humeante autógrafo de algún can flojo de vientre. El problema, es que me di cuenta después de haber manejado unas 5 cuadras. Inmediatamente frené al lado de una vereda con pastito y practiqué algunos pasos del baile del sorongo. Dentro del auto, una combinación suprema de aromas barriales.

 

«Suerte, suerte!» dicen algunos. «La puta que lo parió!!» decimos otros.


Aún con el frío de esa noche, mi vieja se dignaría a salir de la cueva. Íbamos a un concierto de un pianista alemán. Pasé a buscarla por su casa y llegamos justo para el fin del discurso previo de presentación. El anfitrión, verdadera reliquia quilmeña del medioevo, no escatimaba halagos hacia las obras a escuchar.
El pianista, un alemán de reluciente pelada, sonó muy bien. Incluso con el arrítmico acompañamiento del llanto de un niño raudamente invitado a jugar en otro salón por su madre. 
Pieza tras pieza y aplauso tras aplauso, el concierto continuó agradablemente.
Ya sobre el final, anticipando un final magnífico de «La Valse» de Ravel, en la frase más pianísimo una ruidosa bolsa de supermercado hábilmente manejada por una vitalicia fue desplegada. Y continuó en su labor hasta bien terminada la obra. Gran detalle que llenó de ruido blanco un final realmente inolvidable. Con este efecto especial, parecía un vinilo de calidad superlativa.
Al terminar el concierto, el público no quería irse. O mejor dicho, no nos dejaban salir. El guardia, verdadero amigo de la infancia de Johan Sebastian, abandonó su puesto para ir al baño y dejó cerrada con llave la puerta de salida.
Terminamos saliendo por el estacionamiento y haciendo unos metros más que los pensados.
Ya en el auto, el aroma me recordó cómo empezó todo y me volvió bruscamente a la realidad.
Bajamos los vidrios, respiramos el fresco aire nocturno de agosto, y salimos rumbo a la casa da mi vieja.

Recorrimos  las barrancas de Quilmes, rumbo a la avenida Otamendi que tantas veces transité rumbo el querido Río de La Plata. Tranquilamente charlábamos con mi vieja de lo lindo del concierto, cuando la vi.

 

Metros adelante, cual lagarto al sol, descansaba una piedra. Sí, un pedazo de cordón para ser más exactos. Grande, majestuoso. Avejentado por la lluvia y el sol, el frío y las inundaciones de la ribera. Los años, las pisadas y las marcas de neumáticos que lo habían mordido en incontables ocasiones, mostraban su inigualable experiencia de la dura vida al aire libre. Realmente una obra maestra, ejemplo claro de la comunión entre la moderna ingeniería civil y la mano artesana de la naturaleza.

 

Pero yo estaba en el auto, manejando por una avenida. Y me acercaba muy rápido a interrumpir la calma de la piedra.

Por acto reflejo miré en los espejos y había autos atrás y al costado. No podía frenar o pornográficamente no sólo me llevaría la piedra por delante, sino que algún otro auto por detrás. Por lo tanto, tragué saliva y apunté al medio. Craak! sonó el impacto. Trrrrrrrrrr..clac-clac-trrrrr….sonaba la piedra al ser arrastrada. Sí, me la llevé  puesta, literalmente hablando. Pensé en frenar, pero mi sentido de la supervivencia me recitó al oído:

 

Una piedra en la avenida,

no está sola ni olvidada,

sino que también viene,

detrás de ella toda una manada.

 

Mejor no freno acá, si es que no quiero cederle mi vehículo a algún habitante nocturno que amablemente se ofrezca a llevarse mi auto golpeado para su uso personal durante las faenas de su trabajo marginal.

Hice una cuadra más y doblé en la esquina. En Zola, la calle de mi vieja. Hice media cuadra, con mi rocosa compañera aun recitando canciones ancestrales debajo del auto y frené en la puerta de mi primo Mario. Bajé y miré el panorama. Seguía allí, majestuosa, inmutable, y agarrada como cardo en la ropa.

«Cómo la saco? no me voy a ir a casa así!», empezaba a gritar mi inconsciente ya en el hall de entrada de la habitación del pánico. Vi una subida de garage, y me iluminé. Sí, prendí la linterna para ver un poco mejor el desastre e intenté subir  unas ruedas a la vereda, para que el auto se levantara y la piedra saliera. Nuevamente gracias a la ingeniería civil y los hábiles constructores, la idea funcionó.

Dejé a mi vieja y volví a mi casa.

Cerrando el portón del garage, aún seguía acelerado.

 

«La puta que lo parió!!!», decimos otros.


 

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